José Vidal Beneyto, “El modelo de una transición modélica”, en El País, 22 de febrero de 2001.
La avalancha textual e icónica, de propósito
panegírico y de andadura cortesana, que inundó durante varios días nuestros
medios de comunicación, con ocasión del 25 aniversario de la muerte del
dictador y de su sucesión en la jefatura del Estado por don Juan Carlos de
Borbón, ha vuelto a dar actualidad al maltrecho tema de la transición. Hasta el
punto de que el Congreso ha puesto en marcha una comisión y la ha dotado de un
presupuesto de 400 millones para que historie y celebre ese periodo de nuestro
siglo XX. Ha llegado, pues, el momento de que evaluemos las interpretaciones
existentes en función de las opciones políticas e ideológicas que las han
inspirado, a la par que colmamos las numerosas e importantes lagunas que aún
susbisten en el análisis de dicho proceso.
Respecto del primer objetivo, como ya escribí en
1996 en El timo de la memoria, cada familia política ha ido produciendo, de la
mano de sus líderes y sobre todo de sus historiadores y politólogos más
representativos, su versión de la transición: Javier Tusell, la ucedista;
Raymond Carr, Juan Pablo Fusi, José Mª Maravall, la socialdemócrata; José Félix
Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas, la psoeguerrista, etc. Todos ellos
componen la lectura historiográfica dominante y constituyen la interpretación
canónica de la transición, que corresponde al modelo elaborado desde y por la ciencia
política estadounidense y sus periferias. Extramuros de ese consenso quedan
unos cuantos académicos -Raúl Morodo, Salvador Giner, Santiago Míguez, Paul
Preston...-, y frente a él, una minoría ciertamente pugnaz -Alicia Alted,
Encarna Nicolás, Carme Molinero, Pere Isas...-, pero, hoy por hoy,
extremadamente exigua.
En los años cincuenta y sesenta, las necesidades de
la estrategia exterior de EE UU empujan a su establishment politológico a
distinguir entre totalitarismos intrínsecamente perversos -los de la izquierda-
y evolucionables -los de derecha- y para ello se lanza una nueva categoría
política: los regímenes autoritarios. Se trata, esencialmente, de establecer
una discriminación ideológica entre unos y otros, que permita recuperar al
franquismo y al salazarismo, así como a las dictaduras militares
latinoamericanas y del sudeste asiático, regímenes que se quiere alistar en el
mundo occidental, al mismo tiempo que se condena, sin apelación posible, a los
hostiles e irredimibles autocratismos comunistas que hay que combatir hasta su
extinción. De igual manera, en las décadas de los setenta y ochenta hay que
evitar que, con el deshielo dictatorial, algunos países escapen a la influencia
norteamericana, fisuren el bloque atlántico y debiliten la estrucutura de su
dominación mundial. A dicho fin se movilizan recursos y se crean mecanismos que
aseguren su estabilidad. Pero, arrumbado el paradigma de la contrainsurrección
global y renunciando a las intervenciones preventivas, propias de los años
sesenta, contra los países y los intelectuales potencialmente enemigos -entre
las que la operación Camelot, concebida y financiada por las FF AA
estadounidenses, es la mejor estudiada- se privilegian ahora los modos
indirectos y las armas ideológicas. Las Internacionales de los partidos
democráticos y el modelo canónico de las transiciones a la democracia son las
dos principales.
Ahora bien, los setenta y ochenta son tiempos de
desencanto. En ellos, la desmovilización y la apatía ciudadanas, la ruptura de
los vínculos sociales, la desafección hacia lo público, la impugnación del
Estado constituyen pautas prevalentes. Y sobre todo, la democracia considerada
como una realidad consabida hace agua por todas partes. Pues, si en el primer
tercio del siglo XX el paso de la democracia de minorías a la democracia de
masa hubo de pagarse al alto precio de los fascismos, en su último tercio, el
ejercicio democrático, en sociedades complejas y vertebradas por los medios de
comunicación, es objeto de tantas disfunciones que el paradigma de la
democracia de participación y de representación es sustituido por el de la
democracia de legitimación y control. La total patrimonalización del Estado y
de la política por los partidos es la errada consecuencia de la búsqueda de
seguridades y de eficacia que esa situación instiga.
En este contexto tienen lugar entre 1970 y 1977 las
entradas en democracia de Grecia, Portugal y España, y en la segunda mitad de
los años ochenta, el progresivo acceso de los países comunistas de la Europa
Central y Oriental al sistema democrático. El análisis de todas estas
transiciones democráticas, así como de la mayoría de las que tienen lugar en
América Latina, África y Asia, que superan la cifra de 30, se enmarcan en la
teoría del desarrollo político, conceptualizado por Almond, Pye, Verba, La
Palombara... Según ella, la democratización de un país es función de su
crecimiento socioeconómico, afirmación que completa y desarrolla el supuesto de
que los regímenes autoritarios, en condiciones favorables, evolucionan,
naturalmente, hacia la democracia. Pero no hacia cualquier democracia, sino
hacia la mencionada concepción consensualista de la democracia control que
deben guiar y vigilar los partidos. Por ello, los numerosos estudios empíricos
de que disponemos prestan atención preferente a los comportamientos y acciones
que corresponden a estas dos hipótesis básicas. De tal manera que la
interacción y el reforzamiento mutuo entre la democracia control a la que se
apunta y el análisis de los mecanismos que intentan alcanzarlo, fijan
definitivamente las características de todo proceso de cambio hacia la
democracia.
Es coherente por ello que el modelo de transición
democrática que se nos propone nos venga de la mano de los compiladores más
notorios del acervo de los estudios concretos de que disponemos: Schmitter y
O'Donnell en América y Hermet y Morlino en Europa. Los rasgos principales de
ese modelo son: que se hacen siempre desde arriba y al hilo de la evolución
social y económica de los países concernidos, cuyo entramado social no se
cuestiona; que sus actores principales son las organizaciones políticas
formalizadas -partidos e instituciones-, teniendo las fuerzas populares sólo
una participación coyuntural y adjetiva; que su instrumento privilegiado es el
pacto entre los líderes democráticos y los autoritarios; que su condición
esencial y previa es la condonación y el olvido del pasado autocrático por obra
de los partidos históricamente democráticos; que todas ellas tienen lugar bajo
el control, y la mayoría con el beneplácito, de EE UU, que como potencia
hegemónica es el garante del resultado; que todo el proceso está referido a una
personalidad o a un grupo de personas cuya capacidad legitimadora deriva, en
las transiciones transitivas, de su protagonismo en la lucha por las libertades
-caso Walesa o Havel-; mientras que en las intransitivas es función de la
representatividad que le han conferido las autocracias que se trata de
sustituir -caso español o soviético.-.
Fieles a las líneas de ese modelo, los estudiosos de
la transición española hacen de la lucha por las libertades apenas un telón de
fondo para la acción negociadora de los partidos que aparecen como los únicos
capaces de conferir viabilidad al proceso y legitimidad a sus resultados.
Olvidando con ello que lo más significativo de nuestra transición, como de
muchas otras,fue la notable extensión de las acciones ciudadanas cuando
prevalecía el reflujo del compromiso público y del militantismo político.
Acciones que tenían su origen en la sociedad civil y
que eran de una gran pertinencia y eficacia: asociaciones de barrio, encierros
en las iglesias, comisiones de vecinos, concentraciones pacíficas, comités de
solidaridad, conciertos y recitales, manifestaciones de masa, servicio de ayuda
a los presos y a sus familias... Trama de una movilización ciudadana que
escapaba al control de los aparatos de los partidos políticos, y a la que, en
consecuencia, pusieron abruptamente fin en el otoño de 1976. Movilización,
además, negada o mal percibida por muchos de mis amigos, incluidos aquellos,
como Ignacio Sotelo o Antonio Elorza, con los que coincido con mayor frecuencia
en nuestros análisis. Razón que hace imperativo completar el relato de dicho
proceso.Al igual que es necesario examinar, sine ira et studio, el oscuro y
capital momento que va desde la creación de Coordinación Democrática, el 17 de
marzo de 1976, hasta la celebración de las primeras elecciones. En particular,
la impuesta desmovilización de las fuerzas populares por obra de los partidos y
el paso de la ruptura a la ruptura pactada y de ésta al pacto de la reforma;
así como la multiplicación de acuerdos particulares de los partidos
democráticos con los poderes heredofranquistas en paralelo a la negociación
conjunta que estaba teniendo lugar. A dicho respecto es importante aclarar si,
como afirman los comunistas, los socialistas estuvieron de acuerdo en aceptar
una legalidad democrática que los excluía de la vida política. Con todo, el
aspecto más decisivo, casi totalmente ocultado hasta ahora, es el rol de la
intervención exterior en el cambio político español. De modo muy especial el
papel de EE UU y de las internacionales democráticas en la muerte política de
don Juan de Borbón y en la consagración de su hijo como eje de la transición
democrática española, que los donjuanólogos de nuestro país han preferido
silenciar. A pesar de que los escritos de los políticos europeos y el acceso a
los documentos oficiales de EE UU relativos al tema permiten analizar con apoyo
firme en los datos la función determinante que cumplieron. En cuanto a EE UU,
después de haber incorporado, en 1953, la España franquista al bando
occidental, se establecieron contactos permanentes entre los servicios de
inteligencia de ambos países que, como señala Joan Garcés, se intensificaron a partir
de 1970 a causa de la precaria salud del dictador. Personaje capital en esos
contactos fue Vernon Walters, soporte fundamental de la CIA, quien en marzo de
1971 transmitió a Franco la felicitación de Nixon por la designación de Juan
Carlos como su sucesor y le instó a acelerar su instalación como jefe de
Estado. Por lo que toca a los europeos, puedo aportar mi testimonio, como
coordinador de la Delegación Exterior de las Juntas Democráticas, de que a
partir de 1975 la presión en el mismo sentido fue casi unánime. Recuerdo en
particular el insistente mensaje de Poniatowski, ministro francés del Interior
en aquellos años, que velaba por nuestra seguridad a la vez que vigilaba
nuestras actividades, quien, haciéndose eco de su presidente Giscard, nos decía
siempre: olvídense de don Juan y acepten a Juan Carlos. Lo que irritaba
sobremanera a Rafael Calvo Serer, juanista impenitente.
¿Quiere esto decir que Franco lo dejó todo bien
atado y que los demócratas españoles fuimos sólo marionetas en una operación de
cuyos hilos tiraban los sucesores de Franco, los poderes occidentales y las
cúpulas de los partidos políticos españoles? Personalmente, no lo creo, pues
los procesos históricos no son reductibles a esquemas tan simplistas. Por ello
es imprescindible invalidar esa posible lectura y para ello seguir indagando en
esa historia y dotar a la memoria de nuestra democracia de los cimientos que
necesita. Entre otras cosas para acabar con las sombras de una trama que, según
algunos, ha alimentado el 23-F y llega hasta hoy.
José Vidal-Beneyto es director del Colegio de Altos
Estudios Europeos de la Universidad de la Sorbona.