El programa del periodista Jordi Évole sobre el 23-F ha conseguido mucha audiencia y una ruidosa polémica posterior. El aplauso, la protesta y las explicaciones desatadas compiten en protagonismo con el debate sobre el Estado de la Nación, otra farsa emitida a la opinión pública en estos días de febrero lluvioso. La diferencia de matiz quizá radica en que los padres de la patria están hoy muy desacreditados, ya casi nadie se los cree, y Jordi Évole merece un respeto general conseguido gracias un periodismo bien hecho. Yo soy uno más de sus admiradores. Los padres de la patria parecen tatarabuelos de un cortijo y Évole representa las mejores posibilidades de una nueva generación.
¿Por qué no me gustó en este caso su programa? Una de las cuestiones más discutidas tiene que ver con el sentido del humor. El asunto da para mucho, ya que hay mil matices entre la sonrisa, la risa y la carcajada, y no es lo mismo que te diviertan o que se rían de ti. En cualquier caso, no creo sensato cerrar la discusión manteniendo que existen cosas sagradas de las que uno no puede reírse o sentenciando que en España falta sentido del humor. Envueltos ahora en los Carnavales de Cádiz, parece ridículo dudar del humor en este maltratado país.
Tampoco creo acertadas las protestas sobre el engaño vendido como producto periodístico. Nadie que viviera aquellos acontecimientos, nadie que esté informado sobre la intentona de aquel golpe a través de los libros, los reportajes y los testimonios de algunos protagonistas, pudo tardar más de dos minutos en darse cuenta del recurso elegido por Évole. Desde esta perspectiva había detalles suficientes para comprender desde el principio que se trataba de una farsa. El programa fue honrado con sus carcajadas.
Pero tampoco me parece aceptable el argumento de que se intentaba explicar que los medios de comunicación fabrican montajes y que las verdades oficiales son un cuento. ¿Hace falta hoy esa explicación? ¿Cuál es el sentido común de los ingenuos? El descrédito generalizado, un descrédito que afecta de manera principal a la prensa. La gente sabe que las líneas editoriales, las noticias seleccionadas y los directores son impuestos no ya por los intereses políticos, sino por los bancos y los grandes grupos económicos que mueven los hilos de la política. Detrás de un director puesto o depuesto está un Gobierno, y detrás de un Gobierno están los bancos o los fondos especulativos. Esa verdad está muy asumida. El reto de hoy, por el contrario, es demostrar que necesitamos y que se puede hacer un periodismo independiente.
Jordi Évole lo ha demostrado en muchas ocasiones. Cuando anunció que iba a dedicar un programa al 23-F, despertó un interés justificado en sus seguidores. Después de tantos años de aquel intento de golpe, quedan demasiados enigmas y silencios que desestabilizan la versión oficial. El papel del rey como salvador de la democracia está más que cuestionado. ¿Por qué fueron cabezas de la intentona militar Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch, los dos generales más monárquicos del ejército? ¿A qué se debió el desprecio constante del rey hacia Adolfo Suárez en los meses anteriores al golpe? Nunca un rey democrático ha maltratado tanto a un presidente de Gobierno elegido por las urnas.
Son preguntas, por resumir todo un largo interrogatorio, que me he hecho con frecuencia. Me resolvió muchas dudas Santiago Carrillo, con una explicación sensata, en una tarde de rara sinceridad en casa de nuestro amigo Teodulfo Lagunero. Detrás del 23-F, según me contó, hubo una trama política aprobada por el rey para sustituir el gobierno de Suárez por otro de unidad nacional presidido por Alfonso Armada. Como justificación de esa medida, en la que estuvieron de acuerdo algunos personajes seleccionados de la UCD, el PSOE y el PCE, se pensó en una intentona militar que legitimase ante la opinión pública una solución de urgencia. Milans del Bosch pensó en utilizar a un golpista de verdad, el teniente coronel Tejero, como anzuelo. Así se cruzaron dos golpes, uno blando, que perseguía una democracia con recortes y tutelada por el rey, y un golpe duro que iba contra la democracia de forma total. La estrategia se rompió cuando Tejero, enterado en el congreso de la solución pactada, se negó a un Gobierno de partidos y exigió la línea dura. El teniente coronel se les fue de las manos a los conspiradores y, de esa forma paradójica, evitó el éxito del golpe blando. Aunque parezca un chiste, me dijo Carrillo, fue Tejero quien salvó a la democracia de un ridículo venenoso para el crédito de los partidos.
Cuando vi la farsa de Évole, no me conmovió lo que tenía de mentira, sino lo que había de esperpentización de la verdad. Valle-Inclán inventó el esperpento porque la España oficial de la Restauración borbónica era una mentira, y deformando lo que ya estaba deformado, es decir, la España oficial, aspiraba a establecer de nuevo la verdad de la España real. El programa de Évole, pese a sus buenas intenciones, ha hecho lo contrario: ha deformado una explicación sensata de la verdad para hacerla compatible con la farsa de la España oficial.
La tristeza es comprobar que ni siquiera Jordi Évole se atreve, tantos años después, a hacer un programa de preguntas serias e impertinentes sobre las puertas cerradas, los secretos y las responsabilidades del rey en el 23-F. Y eso es lo que esperábamos todos aquellos que no admitimos a un monarca, elegido por el caudillo Francisco Franco, como salvador de la democracia española. La risa, en este caso, era más vasalla y menos interesante que las preguntas de un periodista independiente.