domingo, 27 de septiembre de 2009

Quevedo, todo Quevedo, por Pablo Jauralde

El Cultural ( 16/01/2003 )

Para leer a Quevedo, a todo Quevedo, hay que estar dispuesto a cambiar y enriquecer nuestra capacidad de lectores y enfocar la lente hacia otros horizontes ideológicos; y hay que intentar aceptar lo que significa el viejo juicio de Borges: “Quevedo es toda una literatura”
Pocos escritores de nuestra historia literaria son, al mismo tiempo, tan conocidos y tan desconocidos. Quevedo (1580-1645) es tan popular en el mundo de habla hispana como algunas de las anécdotas y leyendas que, desde muy pronto, adornaron su biografía. Sin embargo, en el transcurso de los años, el legado de su obra se ha ido adelgazando y quizá desvirtuando paulatinamente hasta quedar reducido a un puñado de obras satíricas, al recordatorio de alguno de sus versos más famosos y a poca cosa más. Es cierto que cada época elige lo que mejor le conviene y apetece de su legado cultural, y que eso es lo que define aspectos de su estructura ideológica; se alían, sin embargo, en el caso de Quevedo, circunstancias menos nobles, que terminan por conformar una imagen del escritor más inventada que real: su descortesía hacia la posteridad; la dificultad de encontrar e investigar sus obras; la riqueza y frecuentes contradicciones de sus escritos; la competencia de otros gigantes culturales (Lope, Góngora, Cervantes, Velázquez, Zurbarán...).
El escritor fue un remolino literario: casi todo lo que vivió tuvo su reflejo literario; su pluma fue el final de su corazón y de su inteligencia; no hubo tema, modalidad expresiva, lugar cultural, etc. en donde no nos encontremos la huella de su opinión, descompuesta con ira, argumentada con conocimiento, voceada para escandalizar, arrebatada de pasión, deformada para lograr el escarnio. Quizá de esa riqueza derive uno de los primeros descartes del Quevedo actual: no es fácil encasillar literariamente a Quevedo, no nos resulta cómodo un misógino (mujer que dura un mes se vuelve plaga), en cuyas venas se derrama el volcán de la pasión (venas que humor a tanto fuego han dado); una voz que clama justicia (armas quedan al pueblo despojado), pero que pide que se destruya como a ratas a los judíos; un patriota que defiende a España, pero que se ríe de banderías y reyes... Y así hasta agotar todos los repertorios temáticos. De esa manera, podemos admitir, el escritor estuvo mucho más cerca del hombre, de la cambiante e inexplicable condición humana (ay en mi corazón furias y penas), que sólo un calculado aburguesamiento de siglos consiguió reducir, convirtiendo los textos literarios en depósitos de gorgoritos sentimentales. Entonces Quevedo terminó de uniformarse para quedar reducido a literato extravagante. Naturalmente que su obra recobró vigor en la estela de las flores del mal.
Para leer a Quevedo, a todo Quevedo, hay que estar dispuesto, por tanto, a cambiar y enriquecer nuestra capacidad de lectores y enfocar la lente hacia otros horizontes ideológicos; y hay que intentar aceptar lo que significa el viejo juicio de Borges (Quevedo es “toda una literatura”). Es decir, no se debe anestesiar lo mejor de su obra con un juicio académico -“estilo retórico”, “pirotecnia verbal”- que las anule y vacíe.
Parte de la obra literaria de Quevedo se inscribe en esa peculiar línea artística de autores que, con frecuencia, nos perturban, nos repelen, nos irritan. Otra parte ha pagado su tributo a modas de época que se llevó el viento. Pero muchas más causan repulsión de otro tipo: ideológicamente inconciliables. Nadie hoy defendería algunos textos suyos, poco leídos, es verdad, como la Execración contra judíos, España defendida, Anatomía de la cabeza del Cardenal Richelieu, Discurso de las privanzas...
Tampoco nadie puede atravesar el universo de su inmensa obra poética sin experimentar con él, las avenidas de la angustia existencial (soy un fue y un será y un es cansado), la inmensidad del amor, la tristeza de la condición humana abocada a la muerte (vivir es caminar breve jornada); pero también, contra él -mientras le admiramos- los escarnios a los viejos (un tenedor con medias y zapatos), los espeluznantes retratos de mujeres (clave almidonado de gargajo), la incapacidad para aceptar cualquier relación humana y cualquier dimensión intelectual en los peleles que pululan en sus obras satíricas.
Una parte muy extensa de su obra se encasillaría en lo que hoy llamaríamos obra filosófica, moral (en el sentido mucho más amplio de la época), histórica, periodística. Allí nos podemos encontrar con sermones, auténticos sermones para ser predicados; lamentaciones neoestoicas; tratados sobre la inmortalidad del alma...; pero también relatos sobre la muerte del rey (Felipe III, Grandes anales de quince días), panoramas históricos de sumo interés (Lince de Italia), manuales en vero o prosa para gobernantes (Cómo ha de ser el privado, Política de Dios) y constantes parodias de géneros nobles (Epístolas del Caballero de la Tenaza). Podemos señalar, sin exagerar, que más de la tercera parte de la obra literaria de Quevedo no recibe nunca la mirada fructífera del lector, solo la inquisición del erudito o del especialista; y que de lo que se lee, una porción nada desdeñable no es de nuestro autor (por ejemplo las Migajas sentenciosas).
Si leemos a Quevedo para buscar armonías y serenar el espíritu, habrá que manipular su biografía y olvidarse de algunas obras; si lo leemos como ejemplo de personalidad compleja en una época de esplendores, quizá mejor un paseo por toda su obra.

Pablo JAURALDE

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